domingo, 30 de marzo de 2014

Capítulo 3. Fraternidad

Brine está de un extraño buen humor, teniendo en cuenta que la noche anterior alguien había robado en su alcoba y que le había dejado fuera de combate. Aun así, con una sonrisa en los labios, se dirige a un local un poco cochambroso, situado en las afueras de la ciudad.
Va vestido con sencillez, pero aun así su ropa destaca como una hoguera en la noche rodeada por tanta miseria. Se mueve por callejones oscuros, situados entre altas casas que se inclinan peligrosamente una hacia otra tapando toda la luz que pudiera llegar. Cuando sale de la calleja, llega a una plaza llena de chabolas creadas con todo tipo de desperdicios. Con la cabeza gacha, el antiguo mayordomo trata de pasar desapercibido mientras atraviesa la concurrida plaza, pero no lo consigue. Pronto, un grupo de pilluelos comienza a seguirlo, aunque no se preocupa realmente por ello, mientras la gente lo mira fijamente y hasta dirigen algún improperio dirigido hacia el asustado mayordomo.
Cuando llega a la calle, ligeramente más limpia que las que se encuentran a su alrededor, se da cuenta de que el grupo de chavales le está dando alcance. Echa a correr y, cuando cree que les ha sacado suficiente ventaja, se interna en un callejón. El grupo pasa por delante de la boca calle sin darse cuenta de que han perdido a su víctima.
Brine suspira aliviado y es entonces cuando se da cuenta de que está frente a su destino: un destartalado edificio que, sin duda, ha conocido mejores tiempos. A pesar de las malas condiciones en las que se encuentra, el edificio está sólidamente construido y se puede entrever en sus paredes la magnificencia que un día desprendió.
Brine palmea su costado con nerviosismo, palpando la bolsa que cuelga de su cinturón. La bolsa emite un curioso tintineo que hace que Brine mire a su alrededor por si alguien ha escuchado el apetitoso sonido metálico de las monedas que porta.
Se encamina hacia la puerta, agarra la aldaba dorada y llama tres veces. A través de una de las mugrientas ventanas tapadas con cortinas se ve cómo un infantil y pálido rostro le espía. Brine sonríe, ya más relajado, y esboza un gesto con la mano a modo de saludo. El infante se aparta de la ventana y pronto se oye el ruido de la cerradura al girar.
Cuando la puerta se abre, una vaharada de aire cálido y excesivamente perfumado golpea a Brine con fuerza, aturdiendo su olfato momentáneamente.
-Bienvenido, señor Bombouille. Es un placer tenerle de nuevo con nosotros –le saluda la voz aguda del niño-. Hacía mucho que no nos honraba con una visita.
-Es cierto, Pinto –dice el visitante utilizando el apelativo cariñoso con que nombran al niño a causa de sus pecas-. ¿Puedes ocuparte de esto? –pregunta tendiendo su abrigo al menudo niño.
-Sí, por supuesto. Se lo dejaré en la sala pequeña, ¿de acuerdo? –dice mientras desaparece por un arco engalanado con cortinas.
Brine respira profundamente. Mira a su alrededor en parte para serenarse y en parte para observar los cambios que se han obrado en la casa desde su última visita. Las mullidas alfombras que pisa son las misma que la última vez, mismas cortinas de gastado terciopelo rojo y mismos cuadros y estandartes cuelgan de la pared. En el mayor estandarte de todos se puede observar a un apuesto caballero mirando en pose desafiante al observador y sujetando una hermosa rosa roja entre los dientes.
Brine sube por unas gastadas escaleras, hechas con piedra, hasta una habitación que le resulta familiar. Llama a la puerta y pronto recibe respuesta:
-¡Adelante! –un hombre de unos veinticinco o treinta años está tumbado en la cama, a pesar del cargado y caldeado ambiente del lugar. Cuando alza la mirada del enorme libro que está leyendo, una expresión de sorpresa se dibuja en su semblante-. ¡Hermano! ¡Qué alegría verte! Hacía mucho que no venías por aquí.
-Sí, Felt, lo siento. He estado bastante ocupado últimamente. Tengo muchas cosas que contarte. Pero lo primero es lo primero: aquí tienes el dinero que he podido reunir esta temporada. Hay más de lo habitual, pero quizá no pueda conseguir más durante algún tiempo.
-No pasa nada, es más de lo que cualquier otro hermano habría hecho por alguien con mi oficio. De todas formas, para tu tranquilidad, últimamente estoy mejor. Creo que por fin empieza a tener efecto el tratamiento. De hecho, ya he vuelto a atender a algunos clientes, aunque –añade al ver la horrorizada expresión de su hermano- solo a los que piden compañía.
-No me gusta que trabajes en este prostíbulo. Me parece denigrante. Podrías ser lo que quisieras en la vida, pero has elegido esto. Incluso rechazaste la oportunidad de trabajar conmigo en casa de la señorita Guillard. Nunca he entendido por qué lo hiciste.
-No había sitio para el hermano pequeño en esa casa. Además, me gusta esto y me siento bien haciéndolo. Pero cuéntame qué es eso que te preocupa.
Después de referirle todo lo que le ha sucedido durante los últimos días, Brine acaba con la frase:
-Para encontrar a Claudia, voy a necesitar la ayuda del detective Dislarck.
-¿Cómo piensas pagarle? Por lo que cuentan, tiene unos honorarios muy elevados. Pero es buena gente, de vez en cuando viene por aquí a hacernos una “visita”.
-Sí, lo sé. Pero no voy a hacerlo, pagarle me refiero,  cuando le conté la historia se interesó tanto que hasta me ha invitado a quedarme a su casa. Lo malo es que él cree que soy como tú porque me ha visto por aquí alguna vez, y creo que por eso me ha dejado alojarme en su casa. El otro día hasta me hizo una… proposición.
A punto de reventar de risa, su hermano le contesta:
-Bueno, siempre puedes hacerle algún “favor” a cambio de sus servicios. ¿No me decías antes que querías que trabajásemos juntos? Pues así ya tendríamos la misma profesión.
-Te crees muy gracioso, ¿verdad? –dice el ex mayordomo mientras dirige una mirada furibunda contra su hermano-. Te vas a enterar.
Los dos hermanos se enzarzan en una pelea que acaba con el mayordomo sentado encima de su hermano.
-Por eso me gusta venir aquí, haces que se me olviden todas las preocupaciones, aunque sea solo por un rato.
-Para eso estamos los hermanos.
Justo en ese momento, una violenta tos se apodera de Felt, convulsionando su cuerpo y haciendo que Brine dé con el suyo en el suelo. Cuando el ataque termina, Felt se levanta a por un poco de agua, que escupe en una jofaina, dejándola ligeramente tintada de rosa.
-¿Estás bien?
-Vete, por favor. Sabes que odio que me veas así.
Apenado, Brine se dirige a la puerta y, tras cruzarla, cierra a sus espaldas. Escucha, por encima de los ruidos del burdel, el llanto quedo de su hermano y una lágrima comienza su descenso por la mejilla del mayordomo mientras recuerda…
-¿Se va a poner bien, doctor?
-Mira, Brine. Voy a serte sincero: tiene muy mala pinta. Calculo que sobreviva durante uno o dos meses más. Te voy a recetar, sin embargo, estas pastillas que quizá funcionen. Tienen más o menos un cincuenta por ciento de posibilidades de curarlo, pero si lo consiguen, será para toda su vida. Si sobrevive a estos meses que vienen… probablemente se cure. Pero te advierto que hasta que eso suceda, si sucede, va a ser una época terrible.
Entregándole una bolsa con pastillas, el médico le dice:
-Que se tome una con cada comida. Cuando esas se acaben, pueden comprar más en esta dirección –indica mientras saca una tarjeta con una dirección escrita y la deposita en la palma abierta del mayordomo.
-Muchas gracias por todo, doctor.
Cuando el médico se ha alejado, Brine respira profundamente y entra a la habitación con una sonrisa:
-Buenas noticias, el médico dice que te vas a poner bien pero que debes tomar estas pastillas para acelerar el proceso.
-Odio las medicinas, ya lo sabes –dice Felt mientras pone una expresión angustiada.
-Pero has de tomártelas, y punto.
Una nueva lágrima rueda por la mejilla del mayordomo mientras salta a otro recuerdo, más reciente.
Felt se convulsiona sobre una jofaina con agua. La violenta tos hace temblar su cuerpo enfebrecido. El agua, transparente al principio, está ahora teñida de color rojo intenso.
-¡Vete! –dice entre toses- ¡fuera de aquí! Que nadie entre, que nadie me vea así. Debemos mantener esto en secreto o me echarán. Por favor, hermano, guarda el secreto. Por mí.
-Está bien, pero comprométete a que no vas a atender a ningún cliente más hasta que te recuperes.
-Te lo prometo. Y ahora vete, por favor. No quiero que nadie me vea así y mucho menos tú.
Dando rienda suelta a su impotencia, Brine rompe a llorar pero cuando escucha un ruido a su espalda se enjuga discretamente las lágrimas.
-Bueno, hermano. Ya estoy mejor. Estoy seguro de que tienes muchas cosas que hacer, así que te acompañaré a la puerta, ¿de acuerdo? –le pregunta con una amplia sonrisa en su rostro.
Sin embargo, Brine no se fija en la sonrisa, sino en la sangre que ha quedado depositada en los dientes de su hermano.

Tras despedirse, Brine mira al cielo. Por la cantidad de luz, calcula que ya puede volver a casa. Comienza a pasear, ahora más tranquilo debido a que se ha quitado el peso de las monedas.
Trata de no pensar en su hermano, pero una y otra vez le viene a la cabeza la imagen de Felt inclinado sobre el agua turbia y sanguinolenta. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Brine aparta esos pensamientos de su mente y trata de pensar en otras cosas.
Pronto, sus pensamientos vuelan hasta Érebo y el robo sufrido la noche anterior. Piensa en qué podría contener la carta que fuera tan importante como para entrar en la casa de su anfitrión. Se pregunta, además, cómo consiguió entrar, pues sin duda la puerta debía de estar cerrada con llave.
En estas cábalas, Brine no se da cuenta de que ha llegado a una parte más limpia de la ciudad hasta que tropieza con una piedra un poco suelta del pavimento, lo que causa su regreso inmediato a la realidad.
Un guardia le está mirando fijamente, con el ceño fruncido en señal de concentración. Brine, ignorante de que la policía está buscándolo, sigue andando tranquilamente. Pronto, sin embargo, se da cuenta de que el guardia le sigue a cierta distancia pero sin perderle nunca de vista.
Tratando de despistarle, Brine toma atajos, gira en dirección opuesta a la que le convendría, acelera el paso y, en definitiva, hace lo que puede para tratar de entorpecer el seguimiento. Cuando se está acercando ya a casa del detective y cree que ha despistado al guardia, este reaparece detrás de él, más cerca que antes.
En un intento desesperado de librarse de su perseguidor, Brine se interna en un callejón que conoce bien. Corre hacia el fondo, donde parece haber una pared sólida. Sin dificultad, Brine la escala.
Esa pared tiene un truco que, afortunadamente, Brine aprendió en su juventud: cuando se mira, parece ser una pared sólida y lisa pero, cuando se trata de escalarla se nota rápidamente que, aplicando una ligera presión sobre la superficie, esta puede amoldarse. Así, se facilita la ascensión posibilitando el dar esquinazo a los perseguidores.
Suspirando aliviado, Brine se encamina más tranquilo hacia la mansión que le sirve como residencia. Cuando se encuentra tan solo a unos cien metros de distancia, se encuentra al ama de llaves del detective que le dice:
-Ni se le ocurra entrar en la casa. Está llena de policías.
-¿Y qué? Eso es lo que queríamos: la ayuda de la policía.
-Calle y escuche. Le están buscando a usted. Han descubierto pruebas de que ha sido usted el artífice del asesinato de la señorita Guillard, por eso no puede entrar. Debe irse a otro sitio. El señor me ha pedido que le diga que puede ir al apartamento que tiene en las afueras. Aquí tiene la llave y la dirección –dice el ama de llaves mientras le tiene una enorme llave y un papel con unos garabatos escritos a toda velocidad-. Le avisará cuando sea seguro que vuelva aquí.
-Es una estupidez eso de que yo he matado a Claudia. Ahora mismo voy a hablar con los agentes para aclarar este entuerto.
Haciendo caso omiso de las protestas del ama de llaves, Brine se dirige con aplomo a la puerta de la mansión. Golpea la puerta fuertemente con el puño hasta que le abren.
Uno de los sirvientes de Lorriend abre la puerta y esboza una expresión de terror. Trata de hacer gestos para indicar a Brine que se marche, pero este, ignorándolo, se abre camino hasta la pequeña y acogedora sala de estar.
Salen del interior de la estancia voces, aunque no son lo suficientemente altas como para entender lo que están diciendo. Con un suspiro, preparándose para una discusión, Brine abre la puerta. Todos los comensales que están en la estancia se giran, para ver quién es el que entra sin llamar, con una sonrisa que se congela en sus rostros al ver a Brine.
Brine reconoce al capitán Gaminié y a Lorriend pero no tiene ni idea de quiénes pueden ser los otros dos hombres. Sin duda son subalternos del capitán, que se quedan rígidos en sus posiciones, esperando una orden.
Cuando Brine mira a Lorriend, observa cómo la afable sonrisa que había pintada en su rostro se torna en un rictus de congoja ante su aparición. Ve, también, cómo gesticula con los labios, aunque no logra comprender qué es lo que intenta decirle.
-¡DETENEDLE! –grita el capitán.
Es entonces cuando sus hombres saltan hacia el intruso y, en un momento, Brine se encuentra inmovilizado contra el suelo y con una rodilla presionando su espalda.
-¡Guardias! ¡Guardias! –se escucha gritar al capitán-.
Un tropel de pasos se escucha en la distancia, haciendo temblar levemente el suelo contra el que Brine tiene apoyada la mejilla. Cuando penetran por la entrada a la habitación, los guardias se quedan quietos observando la estrafalaria escena.
-¿Qué hacéis ahí parados? Lleváoslo a comisaría –ordena el capitán.
Rápidamente, sus hombres obedecen. Forman un círculo en torno al mayordomo para impedir que escape. Arrastrando los pies y con la cabeza gacha, Brine piensa cómo va a librarse de ese embrollo.
Una vez en la comisaría, encierran a Brine en una celda individual que cuenta tan solo con un catre, un orinal y una jarra de agua. Con el ánimo por los suelos, Brine se sienta en el catre. Ahora, al menos, tendrá mucho tiempo para pensar cómo escapar de allí.

Rondando su mente esos pensamientos, no se da cuenta de que, en la sombra de la habitación, una sonrisa fantasmal nace bajo una capucha negra.

lunes, 17 de marzo de 2014

Capítulo 2. Un regalo de Oniria

El mayordomo se queda parado, con el atizador en la mano. Mira en derredor, buscando una salida o, al menos, un escondite. Se dirige hacia la ventana, pero está demasiado alta como para plantearse siquiera saltar. Se escucha el ruido de la puerta al abrirse y, a la desesperada, Brine se lanza bajo la cama raudamente.
Se extiende por la habitación un olor a putrefacción que satura el olfato de Brine. Se ve, bajo los faldones de la cama, el dobladillo de una toga negra. Al no oír ninguna clase de pasos, el mayordomo se convence de que en verdad es Érebo quien se ha colado en su habitación. En ese momento, se da cuenta de que aún no ha soltado el atizador de la chimenea y lo agarra con más fuerza. Se dispone a salir de debajo de la cama cuando el lento deslizar del intruso se detiene justo en frente de donde el asustado espía se encuentra.
Brine se da cuenta de que se desplaza de nuevo, pero esta vez hacia la cama. Retrocede un poco, pero sus pies chocan con el cabecero. Cuando se está armando de valor para salir, el ser vuelve a detenerse. Más deprisa de lo que Brine cree posible, el ente se agacha y deja su cabeza apoyada en el suelo, entreviendo a Brine por el resquicio que queda entre los faldones de la cama y el suelo. Alza la tela e introduce su cabeza por el hueco. El olor se intensifica y está a punto de hacer vomitar a Brine, que a duras penas logra refrenarlo. El ser introduce una mano y la va acercando a su cabeza. Agarra la capucha y tira lentamente de ella hacia atrás. La visión que queda al descubierto provoca que un grito nazca en la garganta del mayordomo, pero muere antes de poder salir por su boca. El ser se retira de debajo de la cama y prosigue con su misteriosa labor, escudriñando todo lo que hay a su alrededor. El mayordomo no le molestará más por esa noche.

El mayordomo se siente flotando en la negrura de su inconsciencia. Recuerda cosas que creía olvidadas. Cosas que podrían ser vitales para desentrañar el misterio de la muerte de Claudia. Trata de permanecer en ese estado para conseguir más información, pero una fuerza mayor que su voluntad le arrastra de nuevo hacia el mundo real.

-Despierta, Brine. ¿Estás bien? –dice el Lorriend mientras abofetea ligeramente las mejillas del mayordomo.
-Sí, sí –responde el interpelado, confuso y desorientado-. ¿Qué ha pasado? Recuerdo meterme bajo la cama porque había alguien en la habitación.
-Ya lo creo que había alguien. O tal vez sería mejor decir algo, porque lo que fuera que se coló en esta habitación, no era humano –dice el detective mientras mira a su alrededor-.
Brine le imita y descubre que la habitación está patas arriba. Sillas volcadas, cojines y cortinas rasgados, cuadros rotos, libros tirados por el suelo y deshojados. Se levanta raudo cuando una sospecha cruza su mente. Atraviesa la habitación y empieza a buscar frenéticamente por los cajones del escritorio. Tras unos minutos, se dirige hacia las estanterías y empieza a buscar entre las hojas de los pocos libros que quedan. Todos le miran extrañados, pensando que ha perdido el juicio.
Con la mirada enfebrecida, el mayordomo se da la vuelta y, respirando agitadamente, comienza a buscar bajo la cama. Cuando se levanta sigue igual de alterado, pero ahora consigue controlarse lo suficiente como para articular:
-Se lo ha… llevado –afirma entre resuellos.
-¿El qué? ¿Qué se ha llevado?
-La carta de la señorita Guillard en la que me decía que hablara con usted.
-¿Por qué iba a arriesgarse tanto para conseguir una carta con tan solo un par de líneas escritas?
-Tú eres el detective, así que contesta tú.
-De acuerdo. Puede que no considerase esta intromisión como un riesgo real o bien que la carta sea más importante de lo que pensábamos. Puede que llevara algún mensaje oculto. Sinceramente, estoy sorprendido. Es la primera vez que no tengo ni idea de lo que ha ocurrido en la escena de un crimen. Es necesario que denunciemos esto a la policía. Ellos tienen más recursos que yo para averiguar quién es el que ha perpetrado el robo. Debemos ponernos de acuerdo para que nuestra versión concuerde. ¿Le parece bien que vayamos al salón a discutirlo? Allí al menos no nos congelaremos.
-Está bien. Pero déjeme antes recoger este destrozo.
-Deje que se ocupe el servicio.
Tras una breve discusión sobre si era apropiado que Brine, en su calidad de invitado, mantuviera en perfectas condiciones sus estancias, se dirigieron ambos hombres a la sala que ocuparan tras la cena de esa noche. Una vez aposentados allí, Lorriend descorcha una botella de vino y comienza la plática:
-La policía se va a extrañar de que usted haya sufrido dos percances tan notables en tan poco tiempo. Por eso, creo que es mejor que vaya yo solo y ponga la demanda y que finjamos que usted se iba a comenzar a hospedar aquí esta tarde. ¿Le parece bien?
-Totalmente de acuerdo. Pero ahora explíqueme, ¿qué ha pasado? ¿Cómo se han dado cuenta de lo que estaba ocurriendo?
-Realmente es muy sencillo. El ama de llaves se levantó para ir a las cocinas a por un vaso de agua y, al ver luz en su habitación, se extrañó por lo tardío de la hora. Cuando se asomó, vio una pierna asomando por debajo de la cama y, como es lógico, se asustó y gritó. Así consiguió que nos despertáramos todos y acudiéramos prontamente a ver qué había causado ese escándalo.
-Entiendo. Pero ¿cómo es que no oísteis el ruido que debió hacer Érebo, pues estoy seguro de que era él, cuando estaba desmantelando la habitación?
-Ese es otro misterio que probablemente quede sin respuesta.
Tras discutir unas cuantas menudencias más, Brine se despide y se dirige a los nuevos aposentos que le ha asignado el detective Dislarck. No son ni tan amplios ni tan lujosos como los que tenía antes, pero Brine se siente más cómodo sin estar rodeado de tanta opulencia.
Pensando en lo que le va a costar conciliar el sueño, el mayordomo se mete entre las sábanas y se queda mirando el techo hasta que, por segunda vez esa noche, la negrura invade su mente. Justo en ese momento, el reloj da la quinta campanada y es este ruido el que desencadena una serie de recuerdos en la mente de Brine que se presentan ante él como visiones oníricas.
Un campo verde se extiende en todas direcciones. Brine gira sobre sí mismo y, cuando se detiene mareado, echa a correr hacia lo que él considera el este. Corre varios minutos, hasta que se queda sin resuello y se detiene a descansar. Un límpido arroyo se materializa a su lado. Una vez saciada su sed, el mayordomo toma conciencia de que está en un sueño, muy vívido pero un sueño al fin y al cabo. Y con la seguridad que proporciona saber que nadie puede dañarte, se adentra en su subconsciente en busca de su más profundo yo.
Una habitación cálida aparece a su alrededor. A pesar de que no hay una sola fuente de luz, Brine puede ver perfectamente. Una mesa se materializa repentinamente. Brine se dirige hacia ella y ve que hay un libro cerrado en su superficie. Con cuidado, lo tantea y lo gira para que quede en la posición correcta frente a él.
Cavilando aún si lo abre o no, una espectral ráfaga de viento hace pasar las páginas a una velocidad de vértigo hasta que bruscamente paran. Entonces Brine puede ver que ese libro es en verdad el diario que tenía cuando era niño y en el que anotaba todo lo que le ocurría y lo que aprendía. Una nota en la parte superior de la página afirma que se trata de un texto que se escribió veinte años atrás.
Con curiosidad, Brine comienza la lectura: “hoy Madre me ha dicho que mi futuro es servir a la señorita Guillard. A mí no me importa, porque siempre me ha tratado muy bien. Madre también me ha dicho que mi deber va a ser protegerla, con mi vida si es necesario, pero que es poco probable que tenga que sacrificar tanto por la familia Guillard. Dice que cuando la oscuridad llegue y vea su cara de frente, empezaré a despertar y que solo entonces tendré las armas para recuperar a Claudia del territorio de la muerte. Me parece a mí que este es una metáfora, pero no alcanzo a comprenderla. A Madre siempre le ha gustado hablar con símiles, así que no me lo tomo muy en serio”.
Parando la lectura, Brine recuerda sus estudios de latín en el colegio. Érebo quiere decir oscuridad y cuando el ser se quitó la capucha, le vio la cara de frente. Entonces esta visión debe de ser su despertar. Ya no sabe qué puede esperar. No sabe si va a desarrollar habilidades especiales o no. Solo sabe que su deber es rescatar a Claudia y que, obviamente, debe haber alguna manera de conseguirlo.
Se oye por encima del temprano murmullo de la ciudad el cantar de un gallo. Brine se sienta en la cama y se despereza con ligereza. Se pone en pie de un salto y se calza sus zapatillas. Baja las escaleras de buen humor, agradeciendo la buena noche de descanso que ha pasado. Ha sido un regalo bien recibido, ya que no esperaba poder siquiera conciliar el sueño.
Lorriend le está esperando abajo en el comedor, leyendo un periódico que se interpone entre él y Brine, y que solo baja para llevarse la taza de café a los labios. Cuando finaliza el desayuno, Lorriend dice:
-Voy a ir ahora a la policía. Será mejor que esta mañana no aparezca usted por aquí, ya que vendrán a buscar huellas y pistas. Su habitación, sin embargo, la he tenido que limpiar para que no lo relacionen con el suceso.
-Está bien. Saldré a realizar unas gestiones. Será mejor que vaya a vestirme. Si me disculpa…
Lorriend ve cómo su nuevo compañero se aleja en dirección a las escaleras. Sacude la cabeza y piensa en los sucesos tan raros que están viviendo. Si se lo preguntaran, lo negaría pero para sí mismo admite que la noche anterior tuvo miedo. Miedo de que alguien se pudiera colar en su propiedad como si nada, miedo por su vida y por la de todos sus empleados y, por qué no admitirlo también, tuvo miedo por el hombre que ahora está subiendo las escaleras.
A pesar de su fortuna, o quizá debido a ella, Lorriend no cuenta con demasiados amigos pero los que tiene los valora y los cuida. Y quiere creer que Brine y él son amigos, quizá incluso algo más con el tiempo…
Sacudiendo la cabeza de nuevo, aleja de sí esos pensamientos más propios de adolescentes con la cabeza llena de pájaros que de hombres maduros y responsables. Se levanta de la silla y hace sonar una campanilla para llamar al servicio y que acuda a limpiar el comedor. Se dirige a la escalera que acaba de subir Brine pero, al llegar al pasillo de arriba, se encamina hacia el lado contrario al que ha tomado su invitado.
Cuando llega a su alcoba, la más grande y lujosa de toda la casa, se desviste con parsimonia y se dirige hacia su vestidor para elegir un traje apropiado para ir a comisaría. Tras descartar unos cuantos por ser o bien demasiado opulentos o bien demasiado informales, se viste con un traje sencillo de dos piezas. Escoge un pañuelo que combine apropiadamente con el traje y se encamina hacia el recibidor. Allí se vuelve a cruzar con Brine, que le esquiva la mirada. Sonriendo, el detective coge un bastón del paragüero que está junto a la puerta y se encamina al exterior.
La luz solar golpea su rostro aún sonriente, dejándole momentáneamente deslumbrado. Cuando su vista se acostumbra a la cantidad de luz, se aleja caminando con paso tranquilo hacia la comisaría. Nadie diría que va a poner una denuncia por un robo perpetrado en su casa. Más bien parece que esté dando un paseo matinal para despejar la mente y estirar las piernas.
Cuando gira una esquina, se encuentra de frente con su amigo el capitán Gaminié.
-Buenos días, capitán.
-Buenos días. ¿A dónde va usted tan temprano?
-A la comisaría, a poner una denuncia. Anoche robaron en mi casa.
-¿En su casa? ¿Cómo es posible?
-No tengo ni idea. Por eso acudo a la policía. ¿Y usted, a dónde va?
-Yo también me dirijo a la comisaría. Si quiere, vamos juntos y, cuando lleguemos, agilizaré el proceso de la denuncia.
-Se lo agradezco mucho.
-Es un placer. Además, no me cuesta nada ayudarle, y mucho menos con un problema tan grave como es el suyo.
-Se lo agradezco mucho, de verdad.
Juntos, detective y capitán se encaminan hacia la comisaría, que queda ya cerca. Por el camino, el capitán comenta cosas que él considera sin importancia:
-Ayer vino a la comisaría un mayordomo a denunciar la desaparición de su señora. Era su vecina, la señorita Guillard. Pues bien, el caso es que fuimos a su casa y nos encontramos en mitad de la sala de estar un enorme charco de sangre y por todas partes pisadas y huellas que, casualmente coinciden con las del mayordomo. Todos coincidieron en que el mayordomo era culpable, pero hasta ahora hemos sido incapaces de encontrarlo. ¿Usted sabe algo? Lo digo porque es vecino suyo y quizá haya observado alguna conducta extraña.
-No, la verdad es que no he notado nada. Pero estaré atento, por si veo algo.
-Se lo agradezco en nombre del departamento de policía. Bueno, ya estamos aquí. Procedamos con la denuncia –dice mientras entran por las puertas de la comisaría.

Una hora más tarde, Lorriend sale de allí con dos guardias siguiéndole para ir en busca de pruebas a su casa. Si hubieran prestado atención, se habrían dado cuenta de que un ser pálido y extraño, vestido enteramente de negro, les seguía a cierta distancia, vigilando constantemente sus movimientos.