miércoles, 11 de diciembre de 2013

PRÓLOGO

La noche cae con velocidad en la pequeña ciudad de Emar y Claudia corre por las calles con su vestido y su capa ondeando tras ella. El brillo de la pequeña cuña de sol que queda ilumina los adoquines irregulares con los que está asfaltada la calle. Sigue corriendo, soltando en pequeñas bocanadas el aliento que se condensa en el frío crepúsculo.
Cuando llega a una esquina, Claudia se detiene y tuerce la cabeza, como quien trata de oír un ruido en la lejanía.
No escucha nada.
Se da la vuelta y sigue su camino a un ritmo ágil, pero más lento que el anterior. Llega a una puerta roja y llama de una forma que a cualquiera le llamaría la atención: golpe fuerte, pausa, golpe, golpe, golpe y acaba con un tamborileo de los dedos. Se abre una rendija, casi imperceptible en la penumbra del ocaso que sigue avanzando hacia la negrura.
La puerta se abre y Claudia entra, saluda con una inclinación de cabeza a la persona que ha abierto y se dirige hacia una escalera ascendente. No vuelve la cabeza atrás, pero si lo hubiera hecho, se habría percatado de que una mano enguantada en cuero negro se ha interpuesto entre la puerta y su quicio, impidiendo así que esta se cierre.
Claudia desaparece por las escaleras, con los ojos del sirviente que abrió la puerta siguiendo cada uno de sus movimientos. Cuando se oye el ruido de una puerta al cerrarse, la de entrada se abre de par en par y un encapuchado deposita una tintineante bolsa sobre la palma del sirviente, que se aleja con paso presuroso.
El misterioso individuo sube las escaleras tal y como hizo Claudia previamente. Llega a un oscuro pasillo del que no se ve el final. Solo bajo una de las puertas se cuela la luz emitida por las lámparas de gas. El encapuchado se encamina hacia allí, pero desplazándose sin el leve balanceo propio del andar, si no como deslizándose.
Abre la puerta sin emitir el menor ruido, y se dirige hacia el escritorio ante el que está sentada Claudia, de espaldas a la puerta. Sin que ella se dé cuenta, coge un cortaplumas que hay en una cómoda. La desliza sobre el blanco cuello de Claudia, quien sigue escribiendo a gran velocidad y salpicando tinta sobre la recargada mesa de caoba, que no se percata de nada de lo que está sucediendo a su alrededor.
De repente alza la cabeza y ve en la pared la sombra del encapuchado. Antes de que pueda gritar, este le ha abierto la garganta y un charco de sangre se extiende sobre la carta inacabada, ocultando así para siempre parte de las palabras que se estaban escribiendo.
El encapuchado sale de la casa sin encontrarse a nadie, sale a la calle y se desliza sobre los adoquinas hasta desaparecer entre la niebla nocturna, propia de las ciudades portuarias, y la tiniebla de una noche sin luna.

Lorriend se despierta al escuchar un grito en la casa de al lado, enciende con una cerilla la vela de su mesita de noche y se levanta. Se pone las zapatillas, se envuelve en una bata y se quita el gorro de dormir. Ya está preparado para salir a investigar qué ha pasado.
Anda con cuidado sobre los húmedos adoquines y se para delante de una puerta roja. La propietaria de ese inmueble, Claudia, es una chica bastante tranquila y Lorriend no entiende qué ha podido pasar para que se arme ese escándalo en plena noche.
Llama a la puerta y espera a que el mayordomo de Claudia le abra. Después de un rato, que se le hace eterno en el frío nocturno, esto por fin sucede. Se le ve nervioso, sudando y con la manos temblando visiblemente.
-Oh, detective Dislarck, ¿qué hace usted aquí a estas horas de la noche? -pregunta el sirviente con un leve temblor en la voz que trata de disimular con un carraspeo.
-Siento lo tardío de la hora, señor Bombouille, pero me ha parecido escuchar un grito y he venido a comprobar que todo estuviera correcto.
-No se preocupe, Lorriend -comenta el mayordomo- es sólo que me he asustado al entrar en la cocina porque el pan que tenía en la chimenea haciéndose ha comenzado a arder, pero ya está todo bajo control. Puede irse tranquilo a descansar, que es ya muy tarde.
-Sí, creo que lo haré -dice el investigador, pero fijándose en las manchas que hay en el uniforme del mayordomo-. Buenas noches.
-Igualmente -acto seguido, el mayordomo cierra con un portazo.
Lorriend vuelve sobre sus pasos hasta su casa, se mete en la cama y apaga la vela, que se había consumido un poco y había dejado un agradable olor residual a cera por toda la habitación, pero se queda tumbado en la cama, dándole vueltas a los hechos acaecidos esa noche.
Las manchas podrían ser de sangre, o podrían no serlo. En este caso, la tela oscura, que disimula la suciedad en la vestimenta de los sirvientes, es un impedimento para poder llegar a una conclusión satisfactoria. El nerviosismo del mayordomo podría no ser más que fruto de lo que este le ha explicado, pero Lorriend cree que mentía aunque aún no sabe por qué.
Finalmente, decide que su mente cansada le está jugando una mala pasada aprovechándose de su debilidad por los misterios. Con esta conclusión, se gira en la cama y se sume en un sueño intranquilo, plagado de mayordomos ensangrentados que agreden a sus señores.

La calle vuelve a estar sumida en el silencio, pero cualquiera que se fijara un poco se daría cuenta de que algo raro estaba pasando. En una casa con la puerta roja, hay todavía una ventana por la que sale la luz titilante de una vela.
Si cualquiera prestara atención, oiría los golpes sordos de algo pesado siendo posado en el suelo y las breves maldiciones del que lo transporta. Pero todos duermen.
Si cualquiera se asomara por la ventana, vería un carruaje, tirado por caballos negros, aparecer por la puerta de las caballerizas de la casa con la puerta roja y desaparecer en la distancia con el ruido hueco de los cascos de los caballos galopando sobre adoquines como único testigo de su paso.
Si alguien los siguiera, se daría cuenta en seguida de que se dirige al cercano cementerio de Virmanslon.

-Vamos, caballos estúpidos, corred más –jadea el señor Bombouille en la noche con su aliento condensándose delante de su cara y haciendo que no pueda ver más que unos metro por delante de él y solo gracias a los titilantes faroles enganchados en el frente del carruaje.
Los caballos, indiferentes a los improperios de su conductor, mantienen un ritmo constante pero que no evita que la caja del carruaje se vaya tambaleando y que por momentos parezca que se vaya a caer.
A los pocos minutos alcanzan el cementerio, que parece aún más sombrío de lo que es en realidad. El conductor desmonta y corta unas cuerdas que habían permanecido discretamente atadas alrededor del carruaje, evitando que una caja de madera de pino se cayera.
El señor Bombouille la agarra por unas asas que tiene en los costados y la arrastra por el camino de grava hasta llegar a un colosal panteón.
-Lo siento, señorita Guillard, pero es lo único que se me ocurre para salvar el trabajo y el pellejo.
Sin esperar un momento, lanza descuidadamente la caja hacia la fosa. Con la caída y el golpe esta se abre y de su interior, en vez de entreverse los restos rígidos y fríos de Claudia, sale rodando un pergamino enrollado sobre sí mismo.
Con una agilidad sorprendente, el mayordomo salta a la fosa y se agacha para recoger el documento. Lo abre y le sorprende encontrar a penas unas pocas palabras escritas: “Busque las cartas, señor Bombouille. El detective Dislarck le podrá ayudar mejor que nadie”.
El mayordomo sale del panteón, llevándose consigo el ataúd ahora vacío. Lo vuelve a atar al carruaje y da la vuelta.
En la oscuridad más profunda que precede al amanecer, se oye el golpeteo de los cascos de los caballos, amortiguados por la niebla que ha ido espesando conforme pasaba la noche.
Si alguien se parara a escuchar, oiría el sonido de las hojas caídas de los árboles al ser aplastadas por unos pies y algo pesado que se arrastra por el suelo del bosque que rodea el cementerio.
Pero nadie lo hace.
El mayordomo sigue su camino hacia la casa con la puerta roja, recoge todos los bártulos y elimina, en la chimenea de su habitación, todas las pruebas que haya podido dejar. Se desviste y se mete en la cama cuando el alba despunta por el horizonte oriental.
En ese momento una columna de humo se eleva desde la espesura que rodea el cementerio.
Nadie hay allí para verlo.
Nadie hay allí para escuchar a los muertos cantar.